En español la expresión es "chica del montón", lo que no acaba de encajar con lo que quiero decir. La voz inglesa me parece mejor, más propia: "random girl". Chica aleatoria. Si seleccionas una chica cualquiera de la calle, esa soy yo. Somos todas. Indistintas. Cada una con sus cosas que son las cosas que tienen todas, en realidad. Tal vez cada una un poco más "egocéntrica" un poco más "egoísta"... como lo son todas las mujeres entre los quince y los veinticinco.
Intentar separarse solo te acerca más a la masa.
Espinazo
lunes, 27 de mayo de 2013
sábado, 25 de mayo de 2013
Ejercicio: últimas palabras
Escenario: hoy tengo que escribir lo último. Nada más. Nunca voy a escribir nada más, no sé por qué, ¿porque mañana me voy a someter a una operación? Sí, me someteré a una operación que me extirpe las ganas de escribir para siempre. Así que ahora, vestida con bata de hospital, en una servilleta de papel, tengo que escribir las últimas palabras de mi vida:
Esto es lo último que escribo. Lo único que se me ocurre es decir adiós, porque es lo que se hace. Porque me estoy quedando sin ideas. Tal vez la televisión si que robe la ilusión. No lo sé. Solo sé que tengo que decir adiós. Adiós, escritura. Adiós. Adiós.
Se va a ir de verdad. Para siempre. No sería malo si yo no tuviera que quedarme detrás, si no tuviera que lidiar con toda una vida sin juntar palabras. Puede que no sea buena creando personajes, puede que mis historias sean demasiado largas y enrevesadas, no lo sé, nadie me lo ha dicho. Y no me importa. No me podría importar menos porque de lo que disfruto es de esto. De escritura en chorro. De escribir, simplemente. No voy a mentir y decir que no me gusta crear historias, agarrarme al poste del autobús y mirar a la gente, pensar que esa chica tiene la cara que quiero para mi próximo personaje. Pero al final lo que queda es esto. Escribir. Una palabra detrás de otra, encadenadas hasta formar algo con sentido.
Esto es lo último que escribo. Lo único que se me ocurre es decir adiós, porque es lo que se hace. Porque me estoy quedando sin ideas. Tal vez la televisión si que robe la ilusión. No lo sé. Solo sé que tengo que decir adiós. Adiós, escritura. Adiós. Adiós.
Se va a ir de verdad. Para siempre. No sería malo si yo no tuviera que quedarme detrás, si no tuviera que lidiar con toda una vida sin juntar palabras. Puede que no sea buena creando personajes, puede que mis historias sean demasiado largas y enrevesadas, no lo sé, nadie me lo ha dicho. Y no me importa. No me podría importar menos porque de lo que disfruto es de esto. De escritura en chorro. De escribir, simplemente. No voy a mentir y decir que no me gusta crear historias, agarrarme al poste del autobús y mirar a la gente, pensar que esa chica tiene la cara que quiero para mi próximo personaje. Pero al final lo que queda es esto. Escribir. Una palabra detrás de otra, encadenadas hasta formar algo con sentido.
martes, 7 de mayo de 2013
Oda al kebab
Comida
de los desahuciados, kebab de ternera o de pollo. Servido detrás de mostradores
grasientos, ¿ensalada? Sí, gracias. Un bocadillo de puro alimento chorreante de
esa salsa blanca que a algunos les parece sospechosa, con los goterones rojos
de la otra que ni es kétchup ni deja de serlo, carne extraña y pan revenido.
Kebab,
salvador de muchas noches, alimento de reyes turcos, soldados griegos y jóvenes
madrileños.
domingo, 21 de abril de 2013
La niña con una flecha en el ombligo
Había una vez una niña con una cicatriz en el ombligo y un dardo azul y negro en el corazón. La cicatriz curaba día a día a pesar de que la carne olvidadiza la reclamaba. Sin embargo, ella traba de curar su cicatriz, limpiarla, ponerle discretas tiritas de colores y tinta , en definitiva, olvidar que alguna vez había hecho enfadar a un niño divino. Este, por cierto, se había olvidado de su criatura y vagaba por el mundo haciendo y deshaciendo enredos a su antojo, sin acordarse ni una sola vez de que en una ocasión había fallado y clavado una flecha en un ombligo.
La carne olvidadiza ya no olvidaba: acosaba a la niña, haciendo sangrar la cicatriz de una manera que ni las tiritas de colores y tinta podían contener. Tanto la acosaba que la niña pensó que tal vez la flecha de repulsión había caído, que tal vez el niño divino había decidido jugar una vez más con ella o cualquier otra razón: el caso es que creía, quería creer que la carne olvidadiza ya no era tal sino un ente que recordaba. Así que cuando descubrió bañándose un día que aún quedaba virutas de metal dentro de la herida no se horrorizó, sino que pensó con satisfacción que por fin se acabaría todo aquello, pues, según la leyenda, las maldiciones del niño divino se rompían besando a la persona con la que te había torturado. Si ella aún estaba maldita y el ente era tal, aún tenía esperanzas. Aún podía tener un final.
Con esos pensamientos volvió a su pueblo desde la ciudad de acero y polvo, volvió al mar, volvió al ente que recordaba, convencida de que se acabaría la maldición, contenta y preparando lo que decir después de romperla. Pero nada podía salirle bien a la niña: el ente no era un ente sino carne y tan olvidadiza como siempre, hasta el punto de no recordar mientras hablaba con la niña que ya tenía otras flechas nuevas clavadas. Cada vez que la niña se acercaba, las plumas de la cola de la flecha le daban picores y el extremo se volvía extremadamente afilado.
Así que la niña se quedó como estaba: con cicatrices en el ombligo, trozos de flechas aún clavados, un dardo azul y negro en el corazón y condenada por el niño divino a no tener finales.
La carne olvidadiza ya no olvidaba: acosaba a la niña, haciendo sangrar la cicatriz de una manera que ni las tiritas de colores y tinta podían contener. Tanto la acosaba que la niña pensó que tal vez la flecha de repulsión había caído, que tal vez el niño divino había decidido jugar una vez más con ella o cualquier otra razón: el caso es que creía, quería creer que la carne olvidadiza ya no era tal sino un ente que recordaba. Así que cuando descubrió bañándose un día que aún quedaba virutas de metal dentro de la herida no se horrorizó, sino que pensó con satisfacción que por fin se acabaría todo aquello, pues, según la leyenda, las maldiciones del niño divino se rompían besando a la persona con la que te había torturado. Si ella aún estaba maldita y el ente era tal, aún tenía esperanzas. Aún podía tener un final.
Con esos pensamientos volvió a su pueblo desde la ciudad de acero y polvo, volvió al mar, volvió al ente que recordaba, convencida de que se acabaría la maldición, contenta y preparando lo que decir después de romperla. Pero nada podía salirle bien a la niña: el ente no era un ente sino carne y tan olvidadiza como siempre, hasta el punto de no recordar mientras hablaba con la niña que ya tenía otras flechas nuevas clavadas. Cada vez que la niña se acercaba, las plumas de la cola de la flecha le daban picores y el extremo se volvía extremadamente afilado.
Así que la niña se quedó como estaba: con cicatrices en el ombligo, trozos de flechas aún clavados, un dardo azul y negro en el corazón y condenada por el niño divino a no tener finales.
domingo, 31 de marzo de 2013
Cigarrillos
-Alcánzame
uno, hazme el favor –pidió ella sentada en el suelo junto a la cama. Él enarcó
las cejas con el cigarrillo apagado en la comisura de la boca, pero se encogió
de hombros y le tendió otro salido directamente de la cajeta roja. Ella lo
cogió con sorprendente soltura y lo sostuvo el tiempo suficiente para que él se
lo encendiera. Lo aspiró como una fumadora empedernida el primer cigarro en una
semana.
-Dios,
qué bien –dijo ella soltando el humo con cada palabra.
-¿No
decías que no fumabas? –preguntó él, divertido.
-No, no
fumo –dio otra calada con
evidente placer. A él le gustaba eso: si hacía algo, lo hacía bien.
-Relaja,
que parece que te está fumando él a ti.
-Déjame
en paz –replicó ella, molesta-. Lo necesitaba. Jo, voy a acabar comprándome una
cajetilla.
-¿Y
eso? ¿Qué pasa?
Ella lo
miró de reojo, apoyado en la puerta del balcón con el cilindro humeante en la
boca, tan relajado.
-No
hagas como que te interesa. La cosa no va contigo, tranquilo.
Él hizo
un anillo de humo antes de responder.
-Sí que
me interesa.
-No
seas mentiroso. Bueno… -ella lanzó un suspiro eterno-. Vale, te lo digo pero
luego no le vayas diciendo a nadie que soy yo la que te agobio con mis cosas,
que parece que quiero ir de novia.
-Que
no, venga.
Ella
tiró la ceniza con un experto gesto de muñeca. Le gustaba el cigarrillo más de
lo que podría resultar seguro. Pero, por otro lado, ¿qué podía hacer? Estaba
predestinada a ser fumadora y casi veinte años resistiéndose no estaba mal.
Caer de vez en cuando tampoco importaba.
-Es por
el otro.
-¿El
que dejaste en tu tierra? ¿Qué le pasa?
Ella se
encogió de hombros.
-Se
cree que soy una santa y mírame aquí, contigo y con esto –levantó el cigarrillo
ya medio consumido.
Él rió
suavemente.
-¿Qué
más te da lo que crea? Que piense lo que le dé la gana.
-Ya, si
es eso. Pero… no sé. A ver, tampoco me voy al cuarto de todo lo que se mueva
todos los fines de semana…
-Que
sí, eso lo entiendo –él apagó el cigarrillo, encendiendo el siguiente.
-Pues
es eso. Que no me siento bien con todo esto.
Él la
miró desde arriba, dubitativo.
-¿Es
eso? ¿Estás…? Bueno…
Ella
sacudió la cabeza con impaciencia.
-No
estoy… no sé cómo decirlo. O sea, como rompiendo pero como no… coño. Eso. Me
has entendido perfectamente –él asintió pensativo-. Eso. El problema es que no
quiero que esto acabe porque, coño, somos mayorcitos y yo puedo hacer lo que
quiera. Pero claro, luego salgo de aquí, me rallo la cabeza y tengo que volver
a pedirte cigarros –dio otra honda calada-. ¿Qué marca son?
-Lucky
Strike.
-Molan.
jueves, 28 de marzo de 2013
La niña con una flecha en el ombligo y la fiebre de la carne
Hubo
muchas veces una niña con una flecha en el ombligo y un dardo azul, negro y
mortal en el corazón. Mientras que el dardo le permitía vivir, la saeta solía
amargarle la existencia o hacerla más interesante, dependiendo del humor del
niño divino que la había condenado. Tantas cosas habían pasado con aquella
flecha que ni siquiera era la original, ya que en una ocasión, la madre del
niño se había apiadado de la víctima, limitándose a inoculándole la fiebre de
la carne por el primero que pasó. Sin embargo, el niño, en plena rabia por esta
intromisión y con un vano alarde de habilidad, clavó otra flecha partiendo en
dos la primera para que la fiebre remitiera hasta transformarse en el afecto
disperso de desear con el ombligo.
Todo
esto sería irrelevante si aquel niño divino no se hubiese olvidado de clavar las dos
flechas de repulsión y atracción en el nuevo objetivo de la niña; si la rotura
de la primera no hubiera hecho resonar muy lejos de allí las que el chico ya anónimo
aún llevaba en el cuerpo y si la fiebre de la carne hubiese remitido del todo.
Pero la fiebre desapareció en el nuevo chico sin flechas para sustituirla, las
puntas metálicas vibraron en una carne olvidadiza al lado del mar y la niña aún
deliraba por las noches, así que en un solo segundo la niña vio como su mundo
cambiaba drásticamente de dirección: el chico nuevo la ignoraba por puro
aburrimiento, ella lo perseguía con el dolor de ser desechada tan rápido y al
otro lado de las montañas, alguien ya olvidado quería compartir su fiebre.
miércoles, 27 de marzo de 2013
Excusas.
La pluma se desvanece. Quisiera decir que es por algo ajeno a mí, que no es culpa mía, que hay factores externos que me impiden escribir. Que tengo una vida tan vacía que no puedo escribir. Y sin embargo, todo es mentira. Las excusas, los engaños. Todo mentira. Podría escribir los versos más tristes esta noche, pero me limito a copiar. Copiar mal. imitar estilos cuando mi pluma era espléndida, hermosa. Cuando era bonita de ver.
Ninguna vida está tan vacía como para que no se pueda escribir. Más bien al contrario, cuanto más vacía mejor. Mejor para escribir. Lo demás son solo excusas.
Ninguna vida está tan vacía como para que no se pueda escribir. Más bien al contrario, cuanto más vacía mejor. Mejor para escribir. Lo demás son solo excusas.
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